viernes, julio 26

De plano Enrique Peña desvaría. A estas alturas, habla todavía de “crear policías confiables”: Por Jesús López Segura. La Versión no Oficial

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¿Autogolpe?: Insta su comandante supremo a las fuerzas armadas a desobedecer órdenes superiores

https://youtu.be/Hm7zxoqF_BE

 

La justificación para sacar el Ejército a las calles, “de manera provisional”, a cumplir con tareas de seguridad pública, totalmente ajenas a su vocación y formación profesional, era expuesta por Felipe Calderón al asumir la Presidencia en el año 2006, como una decisión de carácter “emergente”.

Calderón repetía, una y otra vez, que los gobiernos anteriores al suyo, es decir, los priistas y el de Vicente Fox, se habían hecho de la vista gorda ante el grave problema del narcotráfico. Que “habían pactado con el narco”, repetía textualemente. Esta afirmación, reiterada con mucha frecuencia en sus discursos improvisados ante las cámaras de televisión, significa que sus antecesores “dejaban operar a los cárteles de las drogas a cambio de mantener un mínimo de civilidad en sus actividades y de una participación en las ganacias”.

Este supuesto acuerdo explicaría también por qué antes de la guerra declarada por el panista, no había tanta violencia criminal en el país y los gobiernos contaban con recursos ilimitados para operar programas, sobornar a medios de comunicación y manipular elecciones, sin tener que echar el guante a las finanzas públicas, al menos en la forma desaforada y escandalosa en que lo hacen ahora. Explicaría además que las acciones gubernamentales para atrapar a determinados narcotraficantes tenían el doble propósito de simular una eficaz actividad antinarco, al tiempo en que se aplacaba a grupos emergentes del crimen organizado para cuidarles sus plazas a los narcos asociados con el Gobierno.

Calderón propuso en todo momento avocarse a la tarea de generar cuerpos policiacos confiables para hacer viable el retorno de los soldados a sus cuarteles. Pero pasó todo el sexenio y de las policías “confiables” sólo queda, hasta la fecha, una quimera, una fantasía y los saldos de la militarización del país son totalmente irracionales y contraproducentes: los asesinatos dolosos aumentan, en lugar de disminuir, y el consumo y tráfico de drogas se dispara en igual forma.

Ayer, Peña exhortó a los militares a desobedecer órdenes cuando éstas impliquen violar derechos humanos. Pero con estas fanfarronerías retóricas no se puede obligar a los soldados a desvirtuar la naturaleza de su profesión. Peña sabe, o debería saberlo, que la esencia de la actividad militar, es decir, la guerra, no puede adaptarse a las tareas de seguridad pública.

Como si nos regresara en el tiempo, el todavía Presidente exhibe síntomas inequívocos de un divorcio patológico con la realidad. Algo parecido al autismo o a la esquizofrenia. Nos receta la misma fórmula calderoniana para justificar la estadía del Ejército mexicano en las calles, a fin de cumplir tareas de seguridad para las que no están preparados y que los arrastran al inexorable destino de violar los derechos humanos de sus compatriotas.

Entre Peña y Calderón, que comparten la vergüenza histórica de haber militarizado en México las acciones de seguridad pública, han tenido 11 largos años para crear cuerpos policiacos eficientes y confiables. No lo hicieron, a pesar de que gastaron una inmensa fortuna en tal propósito tan frustrado como prioritario de sus respectivos mandatos.

Ante su terrible fracaso, Peña ahora pretende adecuar la ley, de modo que los excesos castrenses estén amparados formalmente. Como no ha podido someter la práctica militar al marco jurídico civil, le parece más sencillo lastimar el marco jurídico en el área más sensible en la que se sustenta nuestro pacto social, es decir, en las garantías individuales consagradas constitucionalmente.

Pero lo más grave de lo dicho ayer por el Presidente lo que raya en el terreno de la locura, o de una imperdonable irresponsabilidad, es que Peña, como comandante supremo de las fuerzas armadas mexicanas, exhorte a la tropa a desobedecer órdenes superiores cuando, a criterio de los soldados, éstas impliquen la violación de los derechos humanos, de la disciplina militar, o constituyan un delito.

La desobediencia militar se castiga con 30 a 60 años de cárcel. Es un delito grave en sí mismo. Peña insta a la tropa a cometer ese delito, y ni siquiera es capaz de fijar los parámetros exactos en que tal acción estaría justificada, porque les dice a los soldados de la más baja jerarquía que desobedezcan cuando la orden recibida constituya un delito. Les da la orden (como comandante supremo) de que cometan un delito para evitar un la comisión de un delito, lo que constituye un contrasentido tan absurdo como peligroso.

Con su enésima glorificación verbal fallida de los militares, Peña demuestra ante el mundo haber perdido por completo la brújula. Estar francamente incapacitado para seguir al mando.

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