jueves, noviembre 21

Los aparatos ideológicos y el obradorismo. Por Jesús López Segura. LA VERSIÓN NO OFICIAL

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La autocrítica tiende a construir y corrige errores. La crítica de los enemigos va dirigida a destruir

Con la mejor intención de contribuir al éxito de los postulados esenciales de un obradorismo que compartimos muchos hombres y mujeres de buena fe, independientemente de militancias partidistas, escribo este breve ensayo sobre algunos de los errores que, a mi modesto entender, está cometiendo el Presidente Andrés Manuel López Obrador, y que muy pocos de sus simpatizantes plantean sin ambages, porque ven en la autocrítica, equivocadamente, un riesgo de proveer de argumentos a los enemigos de México que, dentro y fuera del país, trabajan arduamente para desbrozar el retorno al poder de los políticos y delincuentes de cuello blanco que tanto han lastimado a nuestro pueblo.

Callar, contra lo que se piensa, no hace sino tapizar el terreno para aquello que, con el silencio, se trata de evitar.

Cada vez va quedando más claro que Andrés Manuel López Obrador tiene como propósito fundamental cambiar la superestructura ideológica de la sociedad mexicana mediante una labor sistemática de denunciar las mentiras sobre las que los gobiernos -a los que llama neoliberales o neoporfiristas- construyeron su estrategia para realizar el mayor saqueo de la nación, “incluso superior al de la etapa colonial”, reitera de continuo el Presidente.

Pero más allá de la retórica, el obradorismo no planea tocar -y lo ha reiterado en infinidad de ocasiones- ninguna de las concesiones mineras por las que empresas extranjeras siguen saqueando el oro y la plata de nuestro subsuelo, tal como se hizo en la etapa colonial, a cambio de cuentitas de vidrio. Tampoco desea revocar la concesión de Bacanora, en Sonora, que cedió yacimientos de litio de los más grandes del mundo a empresas extranjeras, a pesar de la proclamada solemnemente “nacionalización del litio”.

Para lograr este propósito de cambiar la superestructura ideológica sin tocar los contratos que entregaron -según dice el propio Presidente, el 60% del territorio nacional a la explotación minera-, Amlo se aplica a diario y no solo en su Mañanera (sino en continuas giras y mensajes en video los fines de semana) en lo que él llama “la revolución de las conciencias”, es decir una suerte de curso intensivo para principiantes, dirigido a sus seguidores en redes sociales, sobre las atrocidades del neoliberalismo y la forma en que los periodistas (“con algunas excepciones”, concede) las encubrieron sistemáticamente “a cambio de dinero”.

Y todo ello estaría muy bien si no partiera de un gravísimo error conceptual y, por lo tanto, de estrategia: es imposible arrancarle el control ideológico, es decir “la hegemonía” a los defensores del régimen que se pretende enterrar, para dar paso a uno nuevo, sin primero retirarles las concesiones radiofónicas y televisivas que los neoliberales usaron violando de manera sistemática la ley a la que estaban sujetos y causando un daño cultural a la nación equiparable al delito de traición a la patria.

El propio López Obrador ha reconocido que la mayor influencia en la población nacional la siguen teniendo las televisoras y radiodifusoras, seguidas por Internet y al final, con una muy escasa influencia, los periódicos, a los que paradójicamente él mismo se encarga de publicitar a diario polemizando con ellos en su Mañanera.

Los defensores de la revolución ideológica (llámese “revolución educativa” de Reyes Heroles, “Renovación Moral” de Miguel de la Madrid, “revolución cultural” de Mao Tse Tung) acusan de “determinismo económico” a quienes postulamos que no es la superestructura ideológica la que determina o puede cambiar a la estructura económica, sino al revés.

Los aparatos ideológicos de estado surgen a partir de la necesidad de las clases dominantes en cada situación histórica (que se va gestando invariablemente de acuerdo con “la evolución de las fuerzas productivas”) de imponer su ideología, es decir, convencer a la inmensa mayoría de la población de una serie de preceptos y postulados que conforman un marco teórico que tiende a consolidar sus intereses de clase. A ese proceso es al que Gramsci llama “hegemonía”. Marx y sus múltiples interpretes coinciden en señalar que las clases explotadas deben tomar conciencia de su situación, es decir, alcanzar la “conciencia de clase”.

“La hegemonía” en un determinado “bloque histórico” (Gramsci 1972), se alcanza con la ayuda de los intelectuales orgánicos (otro concepto gramsciano) y el concurso de los diversos aparatos ideológicos, entre los que figuran: la familia y la Iglesia (típicos del feudalismo), la escuela (típica del capitalismo), y los medios masivos de información (característicos de la etapa postcapitalista), todos ellos como remanentes históricos combinados en una formación social compleja.

En otros ensayos, intentaré poner en evidencia la forma en que estos aparatos ideológicos de Estado pervirtieron, en la práctica, sus más caros principios y metas sustantivas, porque precisamente han servido para eso: convencer, a nivel superestructural, de bondades imaginarias, a una sociedad explotada y saqueada en la realidad de su estructura económica.

Así, en la Ciudad de México y otras grandes urbes como Monterrey y Guadalajara, predomina actualmente la influencia de los medios hegemónicos, dado el fracaso estadístico de la escuela capitalista como “mecanismo de movilidad social ascendente”; la desintegración de las familias por la crisis económica permanente; y el descrédito creciente de la Iglesia Católica dominante por sus graves denuncias de pederastia generalizada en sus filas.

La televisión, la radio e Internet, en ese orden, determinaron -como el propio López Obrador ha reconocido-, la pérdida de la mitad de su bastión electoral capitalino en la reciente elección intermedia, lo que llevó al mandatario a cometer un gran error: impulsar a Claudia Sheinbaum para recuperar ese importante coto de caza en la víspera de la revocación de mandato, lo que se interpretó como un destape prematuro para la grande, y ahora tiene a todo el mundo en precampañas peligrosamente precoces.

Los aparatos ideológicos de estado se adaptan a cada “modo de producción” en la estructura económica de la sociedad -según Marx– pero como los “gases ideales” en Física, o los “Tipos Ideales” en la teoría Weberiana, nunca se encuentran en estado “puro” en la realidad social, donde aparecen, en cada bloque histórico, mezclados entre sí paralelamente con los diversos modos de producción articulados con sus respectivos rasgos típicos en la estructura económica de esa formación social específica.

La ideología se va adaptando al modo de producción dominante en una determinada formación social, pero la receta no funciona en sentido contrario, es decir, la estructura económica de una formación social determinada no cambia como efecto de la propaganda que el Estado realice en las alturas de la superestructura ideológica.

Solo las dictaduras más autoritarias han intentado cambiar el modo de producción dominante mediante la propaganda política, como ocurrió en la revolución cultural china, con resultados desastrosos y violaciones masivas a los derechos humanos, equiparables a las del fascismo rojo de Stalin en la Unión Soviética.

Cuando la hegemonía -que mantiene a la sociedad explotada en calma relativa por la acción de los diversos aparatos ideológicos-, se tambalea, el propio Estado puede imponer su ideología a raja tabla, como son los casos de la Alemania nazi, de la mencionada revolución cultural china, del macartismo en Estados Unidos, del castrismo en Cuba. Se impone la hegemonía mediante una combinación del convencimiento y la fuerza. A eso se le llama dictadura.

El éxito del declinante imperialismo yanqui se basó en combinar la amenaza permanente de invasión y/o bloqueo económico, con una fastuosa producción ideológica, televisiva y cinematográfica fundamentalmente, que lograron imponer en la mentalidad mundial el american way of life como un sueño deseable y supuestamente alcanzable para el resto de la humanidad, incluida su patraña mercadotécnica de la “democracia”.

El alemanismo, por ejemplo, impulsó la producción de la comedia ranchera mexicana, con la proyección internacional de grandes ídolos como Pedro Infante y Jorge Negrete, que logró impactar a toda Latinoamérica, ensalzando valores “culturales” favorables a su visión conservadora de sometimiento de la mujer y respeto absoluto a los dueños del dinero, por ejemplo.

En Italia, el gran maestro Roberto Rossellini (Roma, Ciudad Abierta), el guía de Fellini, Pasolini y otros gigantes del cine italiano decidió dedicarse a realizar programas educativos por televisión porque comprendió plenamente que la verdadera “revolución cultural” solo pueden realizarla los creadores y artistas, nunca los políticos.

Cada vez queda más claro que a don Andrés Manuel se le han cuatrapeado las velocidades en su afán -muy bien intencionado, por cierto, pero mal instrumentado- de acabar con la corrupción, el saqueo y el genocidio de sus antecesores, principalmente Calderón y Peña. Pero esas buenas intenciones no van acompañadas de equipos de producción que realicen la tarea titánica de llegar a la población -más allá de los fanáticos admiradores del carismático mandatario- para construir narrativas convincentes que fijen esos nuevos valores en la conciencia general, labor que necesariamente debería ser complementada con cambios drásticos en una estructura económica arraigada profundamente en la corrupción.

Piensa el Presidente que su revolución de las conciencias -basada únicamente en sus discursos matutinos- alcanzará para convencer a los mexicanos en general de abandonar por completo la corrupción, lo que, sumado a la austeridad franciscana de su gobierno -estrategia que contribuye a la depauperación de las clases medias, a las que explícitamente desprecia el mandatario-, alcanzará para sacar de la miseria a las grande masas esquilmados durante las nefastas 3 décadas de neocapitalismo salvaje identificadas como “neoliberalismo“.

El razonamiento de don Andrés se basa en premisas falsas, porque identifica a neoliberales conservadores con la corrupción. La teoría del neoliberalismo económico, basado fundamentalmente en la economía clásica, es perfectamente válida desde el punto de vista académico y de la praxis política. El hecho es que la corrupción de la izquierda es todavía más hipócrita y odiosa, porque se realiza al amparo de grandes propósitos traicionados de “justicia social”.

Para los fanáticos del obradorismo, “neoliberal, conservador y fifí”, son sinónimos de “corrupción“. Según ese enfoque erróneo no existen los obradoristas corruptos. Los seguidores fieles de la 4té -en su mayoría monotemáticos y muy mal informados- se consideran a sí mismos como una suerte de inmaculados, de modo que violadores y saqueadores quedan santificados al afiliarse a Morena, como es el caso del “Toro sin Cerca“.

Las peroratas cotidianas de don Andrés tienden a “educar” al limitado número de sus escuchas sobre las presuntas atrocidades que cometieron sus antecesores, con el propósito de hacerles perder su respetabilidad. Y digo “presuntas” atrocidades porque si efectivamente existen las pruebas irrefutables, no se sabe qué está esperando la Fiscalía para encarcelarlos, porque varios de sus crímenes son de lesa humanidad.

Don Andrés piensa que esa “toma de conciencia social” sobre el verdadero carácter de “reverendos ladrones” de ciertos personajes (que antes no perdían ni siquiera la respetabilidad y eran expuestos como modelos a seguir) garantiza que en lo futuro no volverán a delinquir, porque se sientan avergonzados o algo por el estilo. Nada más alejado de la realidad. Exhibir a los ladrones del pasado al mismo tiempo que se les perdona con la inacción permanente de un fiscal ausente, solo garantiza la repetición de los delitos que no fueron castigados.

La impunidad (que raya el 95% en el obradorismo) es la mejor garantía de la permanencia y repetición de las conductas delictivas, como lo puede entender cualquier niño de primaria.

López Obrador ha eludido castigar a los jefes de la mafia del poder, con creativas evasivas que incluyen una costosa e inútil consulta popular a la que él mismo desahució al repetir hasta el cansancio que votaría en contra. Otra forma de garantizar la impunidad es manifestar públicamente su confianza absoluta en un fiscal que, a todas luces, es un encubridor de los grandes delincuentes de cuello blanco y usa la fiscalía para sus fines personalísimos. ¿Alguien tendría la desfachatez de negar esa evidencia escandalosa?

El último gran salto en la evolución de las fuerzas productivas se ha dado con el Internet, lo que permitió la rápida expansión del capitalismo financiero (como verdadera fase superior del capitalismo a secas). Las nuevas formaciones sociales engendradas en esta etapa de frenética especulación financiera global (capaz de borrar del mapa poderosas empresas del pasado reciente en cuestión de segundos) ha tenido como consecuencia tal concentración de la riqueza en cada vez menos manos, que las fórmulas de la economía clásica y del marxismo tradicional, simplemente resultan obsoletas.

La creencia de que operar sin corrupción (lo que ni siquiera es cierto del todo) aunado a la austeridad más estricta, genera los recursos suficientes para programas como el de la tarjeta para adultos mayores (que ni siquiera se destina a los pobres, por su carácter universal) “constituye una estrategia eficaz para superar la pobreza y la desigualdad”, es equivocada y remite a políticas neoliberales de asistencialismo social, mientras que ahora son las grandes potencias (neoliberales salvajes) las que empiezan a plantear la necesidad de gravar drásticamente la riqueza de las grandes transnacionales para financiar el desarrollo y abatir, eficazmente, la desigualdad social.

En materia económica, el obradorismo es tan neoliberal como el que más. La única forma de repartir más equitativamente la enorme riqueza que se genera en el país, es gravando proporcionalmente las grandes fortunas, y liberando del Impuesto Sobre la Renta a las empresas con ingresos bajos, pero eso no parece estar en el radar de un presidente de izquierda demasiado tibio con los “traficantes de influencias”, como suele llamar a ciertos empresarios.

Mientras callemos la boca quienes realmente deseamos que esto cambie para bien de las mayorías y por lo tanto detestamos el régimen de saqueo y genocidio que nos dejaron los neoliberales, no ayudaremos a que las buenas intenciones de don Andrés cuajen en políticas realmente eficaces para lograr el propósito fundamental que compartimos.

No criticamos al presidente porque deseamos que lo derroten los nostálgicos del pasado, sino todo lo contrario. Él mismo, con sus graves equivocaciones, como la de militarizar el país en forma acelerada y, pronto, irreversible, está fincando la decepción de quienes promovimos, con grandes expectativas y esperanzas, su ascenso al poder. La ausencia de autocrítica no puede sino llevar al ciclo que se observa en casi todos los países latinoamericanos que intentaron gobiernos populares (“populistas” dicen los corruptos), consistente en el regreso de los ladrones y asesinos gracias al cacerolismo de clases medias depauperadas, incitadas desde medios hegemónicos cuyas concesiones esos gobiernos nunca se atrevieron a revisar.

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