¡Militares se consideran víctimas de su propia guerra sucia! Por Jesús López
AMLO se irrita con los cuestionamientos a su baleada “política de los abrazos”
LA VERSIÓN NO OFICIAL. Por Jesús López Segura
Ayer se instaló en el Campo Militar Número Uno -el infierno de las desapariciones y torturas perpetradas por militares desde el mandato de Miguel de la Madrid, hasta los dos primeros años del sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1965-1990)- una presunta “Comisión de la verdad” paradójicamente encabezada por los propios militares perpetradores del genocidio que se pretende esclarecer.
Como resultado de semejante aberración -avalada con la presencia del Gobernador mexiquense Alfredo del Mazo y del protector fallido de periodistas, Alejandro Encinas-, el general Luis Cresencio Sandoval recibió rechiflas y recriminaciones de algunos de los presentes tan pronto como señaló que, con la autorización del “jefe supremo”, incluiría los nombres de soldados caídos en esa etapa de la “guerra sucia” para que formen parte del homenaje oficial.
Ello equivale a que en los juicios de Núremberg se hubieran propuesto homenajear a los nazis que ejecutaron el holocausto porque también ellos tienen “derechos humanos” y “la violencia no se combate con la violencia” y hay que atacar las causas que originan el fenómeno del fascismo… y muchas otras ocurrencias insostenibles para cualquier mente libre, es decir, que no esté subyugada por el fanatismo.
Cuestionado en su Mañanera de hoy por los pésimos resultados de su política de seguridad, a propósito del escándalo internacional generado por el asesinato de dos sacerdotes jesuitas en Chihuahua, que motivaron alarmantes expresiones de desaliento del mismísimo Papa, don Andrés no dejó hablar al periodista que lo interrogaba con argumentos tales como el de que los jóvenes presuntamente blindados por las becas para el estudio y el entrenamiento laboral, siguen atrapados por los cárteles que les ofrecen autos de lujo y dinero a raudales. AMLO respondió que su política es la correcta, pero “lleva tiempo y ¡no la vamos a cambiar!”.
Lo mismo que argumentaba en los primeros meses de su administración, cuando resultaba creíble que “atacar las causas de la delincuencia” no llevaría meses, sino probablemente años. Pero a tres años y medio, es perfectamente legítimo cuestionarse por qué el baño de sangre no se mitiga en absoluto, por mucho que se presenten grafiquitas y estimaciones optimistas sobre bases completamente discordantes con la realidad atroz que flagela la precaria vida de los mexicanos.
En la guerra sucia que, según la declaratoria oficial del obradorismo, abarca 25 años, cientos o quizá miles de disidentes políticos radicales fueron torturados, asesinados y desaparecidos por obra y gracia directa de guardias blancas, militares y paramilitares, bajo las órdenes directas de la nomenklatura castrense encabezada por los Presidentes Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de La Madrid y Carlos Salinas de Gortari.
En la guerra de Calderón contra los narcos, fallecieron aproximadamente 120 mil mexicanos.
En la guerra de Peña unos 136 mil, y en lo que va del sexenio obradorista ya van poco más de 120 mil, por lo que las proyecciones apuntan a que él superará a sus dos antecesores en el cargo.
AMLO alega que los criminales son buenos por naturaleza (según sostienen filósofos como Rousseau o psicoanalistas como Wilhelm Reich) pero “las circunstancias sociales y económicas los arrastran a las conductas antisociales”.
Creo firmemente que tiene razón, pero el meollo del asunto con López Obrador es que su discurso es muy elemental. Él cree, por ejemplo, que un criminal capaz de descuartizar a un semejante para quitarle su celular, va a cambiar si se le brinda “el amor” que significa una bequita miserable de 3 o 4 mil pesos mensuales “para que estudie” y hará entonces oídos sordos al canto de las sirenas de narcotraficantes que le ofrecen pagarle millonadas por darle rienda suelta a sus deseos pervertidos de torturar y matar a personas que se resistan a ser violadas o extorsionadas.
Se trata de cuentos de hadas que se cree sinceramente un hombre sin duda inteligente y culto como López Obrador. Psicoanalistas y hasta psicólogos conductistas morirían de la risa si les planteáramos que se puede cambiar radicalmente a un asesino serial con la fórmula facilona de inscribirlo en el programa de “Jóvenes Construyendo el Futuro“. Dudarían seriamente de nuestra salud mental.
Calderón y Peña pactaron con algunos narcos y, probablemente a cambio de la participación en ganancias de miles de millones de dólares, combatieron a los rivales de esas bandas amigas con las que se asociaron para dar la impresión de que se echaba toda la carne al asador contra el narcotráfico.
Pero lo más importante es que los saldos de sangre de ese “combate” focalizado con tiros de precisión y conveniencia para el negocio, afectaron principalmente a criminales protagonistas de esa “guerra” que se rebelaban contra los acuerdos del Gobierno con sus “cárteles protegidos” y se mataban, efectivamente, entre sí, como alegaban cínicamente Calderón y Peña, mientras lamentaban hipócritamente los “escasos” efectos colaterales sobre ciudadanos inocentes que se ubicaban en los lugares y tiempos equivocados.
Lo de López es mucho peor. La legalización de la marihuana y la tolerancia hacia la cocaína y otras drogas lúdicas relativamente inocuas en países altamente consumidores, ha dado origen a una reconversión del negocio en México, hacia la producción de drogas sintéticas mortales como el fentanilo y las metanfetaminas, pero también a la diversificación de las actividades criminales (que empezó a gestarse desde el calderonismo) hacia la extorsión y el secuestro, como negocios paralelos y en algunos casos alternativos al narcotráfico.
La política fallida en materia de seguridad de AMLO, basada en los abrazos, le ha dado tanta confianza a los criminales que ya se metieron a la extorsión en grande, altamente diversificada, que empezó con los limoneros y aguacateros de Michoacán y va a terminar muy pronto dominando todos los negocios prósperos en un Estado fallido donde bandas armadas se pasean impunemente ante la mirada indiferente de “guardias nacionales” alcahuetes, sometidos a la suicida estrategia de “laissez faire, laissez passer” conforme a la expresión francesa que significa «dejar hacer, dejar pasar».
Pero lo peor de todo esto es que, a diferencia de los saldos de sangre del calderonismo y el peñismo, las víctimas de los abrazos -que rebasarán por mucho a las de sus antecesores- contarán más ciudadanos inocentes entre las bajas, empresarios y comerciantes que se nieguen a rendir parte sustancial de sus cada vez más precarias ganancias a los criminales, o a entregar a sus hijas para satisfacerlos y calmarlos ante la indiferencia total de autoridades muy “humanistas” en el discurso, pero que se niegan -por órdenes expresas de sus jefes- a ejercer la violencia legítima del Estado en la práctica, no para perpetrar masacres, sino para, simplemente, aplicar la ley.
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