lunes, octubre 13

Entre agua, lodo y burocracia, 64 muertos y 65 desaparecidos. AL GRANO. Por Jesús López Segura

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259 localidades de cinco estados de la República permanecen aisladas por las lluvias torrenciales

El temporal que azotó buena parte del país entre el 6 y el 9 de octubre dejó un saldo tan trágico como previsible: 64 muertos y 65 desaparecidos, según informó la Coordinación Nacional de Protección Civil. Pero más allá de la fría contabilidad oficial, las lluvias volvieron a exponer lo que ya todos saben y pocos admiten: México no tiene infraestructura ni respuesta institucional a la altura de su geografía.

Veracruz encabeza la lista de la tragedia con 29 fallecidos y 18 desaparecidos, seguido por Hidalgo, con 21 muertos y 43 personas que siguen sin ser localizadas. En Puebla, la lluvia se llevó la vida de 13 personas y mantiene a cuatro en calidad de desaparecidas. Querétaro y San Luis Potosí completan el mapa del desastre, con menos víctimas, pero igual desamparo. En total, 259 comunidades de cinco estados permanecen aisladas, incomunicadas o bajo el agua.

Desde Palacio Nacional, la titular de Protección Civil, Laura Velázquez, hizo lo que mejor sabe hacer un funcionario en tiempos de crisis: ofrecer cifras y consuelo. “Nadie quedará desamparado”, prometió, como si las palabras fueran balsas capaces de flotar sobre el desastre.

En Veracruz, decenas de colonias de Álamo siguen sumergidas, convertidas en espejos fangosos donde se refleja la ineficacia de los tres niveles de gobierno. En Hidalgo, los ríos se desbordaron sin que nadie pudiera —o quisiera— anticiparlo. En Puebla, los deslaves borraron caminos y esperanzas. Y en todas partes, la misma historia: autoridades que llegan tarde, recursos que se evaporan, y comunidades enteras que resisten solas.

Los muertos ya son números; los desaparecidos, estadísticas flotantes. La “coordinación” entre Federación, estados y municipios existe sólo en los boletines de prensa.

Las lluvias pasaron, pero dejaron al descubierto algo peor que los deslaves: la erosión crónica de un Estado que presume control mientras el país se deslava entre promesas y declaraciones oficiales.

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