Ebrardismo, fase superior del obradorismo. LA VERSIÓN NO OFICIAL. Por Jesús López Segura
La extorsión judicial como estrategia política. Tal es el principal legado de don Andrés
No se requiere ser un genio ni ejercer un periodismo de investigación profunda para determinar, sin ningún lugar a dudas, que el Gobierno federal actual ha pactado con los criminales. El hecho mismo de que se decrete como política oficial contra la criminalidad que azota a nuestro pueblo el entreguista lema de “abrazos y no balazos”, habla con absoluta claridad de ese pacto de complicidad, ya nada secreto, con las innumerables bandas que han convertido a México en un paraíso para la extorsión y un infierno de sangre inocente.
El número de asesinatos violentos (incluidos los crecientes feminicidios) que se han acumulado en 5 años de obradorismo, supera con mucho el que alcanzaron los 3 sexenios anteriores. Esto se ha difundido profusamente en los medios tradicionales y emergentes, pero la ilustración de semejante tragedia no parece afectar en lo más mínimo a un presidente avocado tiempo completo a los procesos electorales. No habla de otra cosa en sus soliloquios matutinos disfrazados de “conferencia de prensa”.
Era evidente que cierto expresidente priista, por ejemplo, tenía también un pacto (ahí sí “secreto”) con algún o algunos cárteles de las drogas, mientras combatía con todo el peso de la fuerza del Estado a otros, a fin de controlar el mercado criminal de unos 100 mil millones de dólares anuales. A cambio de la protección gubernamental para inundar de marihuana y cocaína el mercado norteamericano y al entonces incipiente mercado mexicano, se protegía a los socios a cambio de que mantuvieran a la sociedad civil al margen de la violencia sanguinaria que les caracteriza, es decir, a cambio de mantener “cierto grado de civilidad en el negocio”.
A la opinión pública se le hacía saber de los golpes espectaculares que se les daban a ciertos narcotraficantes, ajenos al pacto con sus rivales “dominantes”, si se brincaban las trancas.
Así operó el expresidente -que no voy a nombrar pero que todo el mundo conoce porque era precisamente su hermano incómodo el que controlaba ese negociazo-, para hacerse del dineral en dólares que le permitió corromper en grande a periodistas famosos, comprar a través de prestanombres grandes empresas paraestatales y financiar grupos de choque para controlar sindicatos y procesos electorales. Durante ese gobierno fue que se dio el mayor número de asesinatos de izquierdistas opositores, por cierto.
Fue Calderón quien trató de deshacerse de esos “pactos secretos” y declaró la guerra a los narcotraficantes, sacando a los soldados a las calles, más por miedo a un levantamiento popular por haberle robado la elección al ahora mandatario López Obrador, que por un verdadero interés en acabar con los narcos, como lo demuestra el hecho de que no tardó mucho su secretario de Seguridad, Genaro García Luna, en recobrar los pactos tradicionales de una forma tan descarada y abierta que terminó en la cárcel, no aquí, desde luego, sino en Estados Unidos.
La estrategia de López Obrador, un crítico feroz de la torpeza calderoniana de “patear el avispero”, ha resultado peor que todas las anteriores, porque habiendo prometido regresar a los soldados a sus cuarteles, está llevando la militarización plena del país a extremos nunca antes vistos, y decretó un nuevo pacto con los cárteles (especialmente el de Sinaloa) pero no para civilizar el negocio y pacificar al país, sino inspirado en una suerte de mesianismo pseudorreligioso en el que él mismo se ubica como redentor, convencido de que su carisma y dominio de las masas es tan espectacular como el de Jesucristo, es decir, capaz de convertir por la pura fuerza de su convencimiento a los más sanguinarios criminales, en buenos ciudadanos, sustituyendo las amenazas judiciales con el terror de “acusarlos con su abuelita”.
De esta manera, el mesianismo obradorista ha convertido a la Fiscalía General de la República -y pretende hacer lo mismo con la Suprema Corte– en una suerte de agencia electoral, que funciona como la amenaza latente de encarcelar a los numerosos delincuentes de cuello blanco metidos en la política, si no se doblan ante los candidatos de Morena. Así ha logrado, bajo amenaza judicial, casi nunca cumplida, acumular una mayoría aplastante de gubernaturas, mediante el ya muy conocido proceso de perdonarle a los exgobernadores sus demonios judiciales y premiarlos con embajadas si dan vía libre al triunfo electoral de Morena.
El último de estos arreglos ha sido tan escandaloso (con la complicidad descarada de Dante Delgado) que probablemente el casi exgobernador Alfredo del Mazo decida, como Alito, renunciar al premio prometido, solo para guardar algo de las desvergonzadas apariencias.
Si se entiende algo tan evidente, es decir que López Obrador decidió “combatir la corrupción” pero nada más de dientes para afuera, a fin de doblegar a los pájaros de cuenta que se dedican a la política opositora a su gobierno y pululan en todo el país, entonces ya no se puede ver como un fracaso el desastre de inseguridad que vive México, sino como una eficacísima estrategia electoral.
Dicha estrategia le ha dado a este monstruo de la maniobra política enormes resultados. Ha conquistado más de 20 gubernaturas, doblando con la amenaza judicial a sus “adversarios” al mismo tiempo que los balconea a diario en su Mañanera para conquistar la simpatía de gente muy poco informada a la que elogia permanentemente diciéndoles que “están muy politizados y son mucha pieza y son de lo más fiel que hay en el mundo”.
Fuera de la promoción infatigable de sus megaobras, de sus programas sociales y de apropiarse del esfuerzo de los migrantes que han salvado la economía del país inyectándole a miles de familias pobres un promedio de 60 mil millones de dólares anuales, además de fantasiosas promesas como la de entregar un sistema de salud mejor que el de Dinamarca, don Andrés no hace otra cosa que dar repetitivas lecciones de historia para ilustrar sus ataques compulsivos, con una estrategia típicamente goebbeliana, contra sus adversarios, mientras se muere de la risa del INE a quien tuvo también amenazado. Es un genio.
La meta ahora es conquistar -mediante una elección de Estado– la Presidencia, junto con la mayoría calificada en el Congreso de la Unión, a fin de realizar los cambios constitucionales que afiancen la continuidad del obradorismo, principalmente la adscripción definitiva de la Guardia Nacional a la Sedena y la obradorización de la Suprema Corte, “mediante el voto popular”, sumado a la consolidación de los programas sociales.
Tampoco se requiere mucho ingenio para entender que ni Claudia Sheinbaum, ni Adán Augusto López (con sus desesperados esfuerzos de última hora para ser el elegido), serían capaces de sostener el obradorismo 5 minutos, sin el carisma de López Obrador.
Solo Marcelo Ebrard podría llevar el obradorismo a una fase superior y doblegar, en buena lid, a la muy carismática Xóchitl Gálvez. Pero parece que don Andrés no alcanza, en la prospectiva política, el mismo nivel de eficiencia que muestra en la praxis política y él mismo se encargará, paradójicamente, de ponerle fin a lo que conocemos como Cuarta Transformación, a menos que opte por el único capaz de llevar ese movimiento a su siguiente nivel. Ya veremos.