“Muchos quieren que le vaya mal a México”: Sheinbaum. AL GRANO. Por Jesús López Segura

Fomentar el odio desde el oficialismo no es, definitivamente, una buena idea
Es propio —y característico— de los hombres y mujeres pequeños cerrarse por completo a la crítica. Sentir como una agresión cualquier señalamiento que aluda a eventuales o sistemáticas deficiencias en su desempeño personal o, peor aún, como funcionarios públicos. Esa actitud revela no solo una profunda inseguridad sobre lo que se hace —lo cual ya es preocupante—, sino también una evidencia irrefutable de que no existe la menor intención de mejorar.
Los gobiernos prianistas fingían estar atentos a la crítica periodística y social. Pero, en realidad, se dedicaron a crear organismos “autónomos” destinados a burocratizar las demandas sociales más diversas: derechos humanos, transparencia, combate a la corrupción… un sinfín de etcéteras que, aunque marginalmente útiles, servían más para apaciguar a los críticos que para transformar el fondo del problema. Les entregaban a los inconformes el control multimillonario de entes paraestatales que sembraban, al menos, la percepción de que algo se estaba haciendo.
En eso tenía razón el expresidente López Obrador. Pero de ahí a desaparecer esos organismos sin crear estructuras que los sustituyan eficazmente dentro del aparato burocrático, con acciones concretas en favor de los derechos humanos, la transparencia y la lucha contra la corrupción —entre muchas otras demandas impostergables— hay un abismo. Y cruzarlo sin red es un error gravísimo que nos conduce directo a la autocracia.
La democracia, más que la entronización de un liderazgo por medio del voto, debería ser la ratificación cotidiana del quehacer gubernamental a través de la aprobación constante de la mayoría. El papel crucial de la minoría reside precisamente en seguir planteando demandas dentro del inacabado y perenne proceso del desarrollo social.
Ignorar esos planteamientos minoritarios, demonizarlos con expresiones como “quieren que le vaya mal a México” o, peor aún, intentar eliminar las diputaciones plurinominales —que garantizan la presencia de las minorías en el Congreso— constituye el peor atentado contra la democracia auténtica. La democracia verdadera es aquella que convierte en leyes las decisiones de la mayoría, sí, pero que también presta atención a los reclamos de todos, para no cometer el error imperdonable de despreciar la existencia de una parte —a menudo muy significativa— de la sociedad.
El obradorismo parece convencido de caminar de la mano con la verdad absoluta. Ese es su principal y más peligroso defecto. Por eso interpreta cualquier crítica como nacida de los sótanos más deleznables de la mentira y la infamia. Por eso exige a la prensa que se limite a prodigar loas incondicionales, y tacha de mezquina cualquier manifestación que cuestione la creciente distancia entre su discurso y su práctica de gobierno.
Esa convicción de infalibilidad —ese error de creerse por encima de todos— los exime de escuchar que la verdadera democracia se construye sobre el equilibrio de poderes y sobre una prensa crítica. Sin esos contrapesos, el camino que se recorre no es hacia un gobierno ejemplar, sino hacia la tiranía.
No se trata de absorber a oportunistas que reniegan de sus militancias anteriores en actos penosos de adhesión simulada. Se trata, simple y llanamente, de escuchar a quienes, desde las izquierdas alternativas o desde cualquier manifestación del auténtico humanismo, aún tienen algo que decir.