martes, septiembre 2

Con su estilo implacable, Ricardo Anaya saluda al nuevo aparato judicial. AL GRANO. Por jesús López

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No tiene legitimidad de origen quien emana de un proceso fraudulento plagado de irregularidades

Ricardo Anaya convirtió su intervención en el Senado en un alegato demoledor contra los ministros de la Suprema Corte y, de paso, contra la maquinaria morenista que parió la llamada “reforma judicial”. Con voz firme y sin rodeos, el panista recordó que callar sería “profundamente cobarde” y se lanzó a desmenuzar lo que, con ironía calculada, describió como un proceso digno de feria: tómbolas, acordeones y comités de evaluación “hechos a modo”.

Para abrir fuego, evocó el fraude electoral de Chihuahua en 1986, como si quisiera trazar una línea recta entre aquel atropello priista y la actual simulación morenista. La lección histórica le sirvió de marco para soltar su primera estocada: “No tiene legitimidad de origen la autoridad que emana de un proceso fraudulento plagado de irregularidades”.

Las irregularidades las cantó con precisión quirúrgica:

La mayoría fabricada de Morena. Según Anaya, no fue un mandato popular sino una mayoría calificada obtenida a punta de carpetas judiciales contra opositores: “Este proceso está viciado de origen”.

Comités de evaluación ridículos. Mostró un video de una integrante incapaz de responder una pregunta básica, y remató con veneno: “Esos comités le hicieron el trabajo sucio al sistema”.

La tómbola. En vez de 50 aspirantes, Morena metió solo 19 nombres para elegir a 15, pisoteando la Constitución con descaro.

La jornada electoral. Con un ausentismo de 90% y votantes con acordeones en mano, Anaya ridiculizó la “vergonzosa feria” que el oficialismo pretende vender como ejemplo democrático.

La contundencia de su discurso no estuvo en los gritos, sino en la disección implacable de una elección que calificó de fraudulenta, una farsa que, según él, no le da legitimidad de origen ni de ejercicio al nuevo Poder Judicial. Y aunque aclaró que no pretendía insultar a los ministros, los dejó desnudos frente a la evidencia: fueron producto de un proceso manipulado y grotesco.

Con ironía amarga, Anaya aceptó que sí hacía falta una reforma judicial, pero no para someter a un poder de la República a los caprichos de un partido, sino para garantizar justicia accesible, rápida y justa. Terminó apelando a la esperanza de que la Corte pueda rectificar, aunque sus palabras resonaron más como sentencia que como súplica.

Lilly Téllez, como de costumbre, no se anduvo por a ramas en un tema que causa tanta indignación, lo que la descalifica ante un auditorio con rasgos inequívocos de misoginia mal disimulada.

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