martes, julio 1

Bukele desafía críticas: “Prefiero que me llamen dictador a que sigan matando salvadoreños”

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En su Informe anual declara que le tienen sin cuidado las organizaciones de derechos humanos y la prensa

En un discurso cargado de autoafirmación y abierto desprecio hacia la comunidad internacional, el presidente salvadoreño Nayib Bukele dejó en claro este domingo que no le preocupa el creciente señalamiento de autoritarismo que recae sobre su figura. “Me tiene sin cuidado que me llamen dictador”, declaró en cadena nacional, subrayando que prefiere ese calificativo antes que ver cifras de homicidios en su país. Su intervención, sin embargo, estuvo marcada por ataques reiterados a organizaciones de derechos humanos, periodistas y actores críticos, tanto nacionales como extranjeros.

Un discurso que sustituye la rendición de cuentas por la confrontación

El acto, transmitido en cadena nacional y enmarcado por un despliegue militar imponente, sirvió como plataforma para consolidar su narrativa de “orden por encima de la crítica”. En lugar de presentar el informe de gobierno que constitucionalmente debe ofrecer, Bukele optó por una arenga política de 80 minutos que ratifica su posición como líder desafiante ante el escrutinio democrático. Este es, además, el primer discurso de su segundo mandato presidencial —una reelección inconstitucional según el texto vigente—, lo que marca un punto de inflexión en la historia reciente de El Salvador, comparable solo con la prolongada presidencia del dictador Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944).

La seguridad como escudo retórico

El presidente inició su discurso con una afirmación impactante: en los últimos 25 años, las pandillas salvadoreñas habrían sido responsables de más de 200.000 asesinatos, una cifra que no respaldó con fuentes verificables. A partir de esa premisa, reforzó la idea de que la seguridad justifica cualquier medio. “Ya logramos lo imposible, pero nuestro trabajo apenas comienza”, dijo, retratando su gestión como una épica contra el caos heredado, y al mismo tiempo, como una empresa aún inacabada que exige obediencia y sacrificios democráticos.

Criminalización de la disidencia y construcción del enemigo externo

El punto neurálgico del discurso fue la construcción de un enemigo interno y externo al que responsabiliza de obstaculizar su cruzada: medios de comunicación, defensores de derechos humanos, opositores políticos y organismos internacionales. Bukele descalificó los recientes señalamientos de detenciones arbitrarias —al menos 15 en mayo, entre activistas, líderes campesinos y empresarios—, así como el exilio forzado de periodistas, atribuyéndolos a una “agenda globalista” que teme el “efecto dominó” de su modelo.

“El que diga que antes había democracia es porque vivía de eso”, sentenció, negando cualquier valor a los sistemas democráticos anteriores y sugiriendo que la legitimidad emana exclusivamente de su popularidad. En efecto, pese a las denuncias de regresión autoritaria, Bukele mantiene una aprobación superior al 80% según la encuestadora Cid Gallup, un respaldo que usa como escudo para desoír cuestionamientos institucionales.

El índice de democracia y la ley del poder personalizado

El mandatario también dedicó parte de su intervención a desacreditar evaluaciones internacionales, en particular el índice de democracia publicado por The Economist, en el que El Salvador ocupa el puesto 95 de 167 países. En tono irónico, comparó su situación con la de España —una monarquía parlamentaria— insinuando que los criterios del índice responden a intereses ideológicos. El razonamiento, no obstante, obvia que España se ubica entre las democracias plenas, con un puntaje de 8.13 frente a los menos de 5 puntos de El Salvador.

Este rechazo a toda medición externa se enmarca dentro de un proceso más amplio de concentración de poder. La reciente aprobación de la Ley de Agentes Extranjeros, que impone un impuesto del 30% a organizaciones que el Ejecutivo califique como “políticas”, refuerza esta tendencia. La ley, cuyo alcance queda a discreción del presidente, establece que solo las organizaciones de ayuda humanitaria podrán quedar exentas, mientras que todas las demás estarán sujetas a las definiciones unilaterales del gobierno.

Una deriva autoritaria con narrativa populista

La intervención presidencial no solo consolida el perfil autocrático de Bukele, sino que lo presenta como un dirigente consciente y desafiante frente a esa percepción. Su discurso fue una afirmación de poder sin contrapesos, donde la lucha contra la violencia ha sido elevada a dogma político, legitimando medidas de excepción, detenciones sin debido proceso, y un cerco progresivo a la sociedad civil.
Bukele no niega las acusaciones de autoritarismo; las asume como una insignia de eficacia frente a lo que califica como el caos anterior. En ese marco, no hay espacio para el disenso: quien cuestiona, según su lógica, forma parte de una élite corrupta o de un engranaje internacional hostil. El riesgo, sin embargo, es evidente: cuando un mandatario se atribuye el derecho exclusivo de definir lo que es “bueno” para el país y descarta toda voz crítica como enemiga, lo que se fortalece no es la nación, sino la figura de un caudillo.

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