viernes, agosto 15

Trump, cacique de cantina, dice que él manda en México. AL GRANO. Por Jesús López Segura

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La Presidenta Sheinbaum continúa, imperturbable, con sus serenas lecciones de diplomacia

Donald Trump, en su inagotable repertorio de groserías “diplomáticas”, volvió a obsequiarnos un retrato de la decadencia del imperio que encabeza. Entre una firma de orden ejecutiva sobre el seguro social —que nada tenía que ver con México ni Canadá— y una disertación improvisada -¿bajo los efectos del alcohol?- sobre sus poderes de “dictador” autoproclamado, el presidente estadounidense decidió presumir que México hace lo que él dice”.

No contento con el insulto, extendió su bravuconería al vecino del norte: Canadá hace lo que le decimos que haga”. Dos naciones, dos supuestos vasallos, y un mismo patrón que habla como cacique de cantina más que como estadista de la primera potencia militar del planeta.

Trump, fiel a su estilo de hablar sin datos verificados y con estadísticas dignas de un charlatán, aseguró que en la frontera sur no cruza “nadie” desde hace tres meses, que antes se infiltraban “millones” de criminales, y que incluso había contado con precisión quirúrgica a “11 mil 888 asesinos” en ese flujo migratorio. Todo dicho sin una pizca de evidencia, pero con la convicción de quien sabe que su audiencia no exige pruebas, solo espectáculo.

Del otro lado, Claudia Sheinbaum respondió sin estridencias, consciente de que la diplomacia no se ejerce al nivel de un pleito de vecindario. “En México, el único que manda es el pueblo”, dijo, reconociendo que Trump tiene “una forma de hablar” peculiar, sin entrar al lodazal de su retórica. Mientras él presume sumisión, ella invoca soberanía. El contraste no podría ser más elocuente: vulgaridad contra mesura, berrinche contra institucionalidad.

Pero el matonismo verbal de Trump no se queda en palabras. Detrás de la fanfarronería hay músculo militar. El Pentágono ya desplegó buques y fuerzas aéreas en el sur del Caribe, bajo el pretexto de combatir a los cárteles de la droga —a los que ahora llama “organizaciones terroristas globales”—. Oficialmente, estas operaciones se centran entre Panamá y Sudamérica, pero el fantasma de la intervención ronda, y Sheinbaum lo sabe: de ahí su insistencia en la “autodeterminación de los pueblos”.

A la vieja usanza inspirada en la Doctrina Monroe (“América para los americanos”), Trump juega a ser el sheriff del hemisferio, con su revolver cargado de insultos y portaaviones, mientras en casa la mandataria mexicana gestiona crisis de combustible, entrega viviendas, presume avances en seguridad y enfrenta rebeliones dentro de su propio movimiento. Son estilos de gobierno que no podrían parecer más distintos: uno actúa como si el mundo fuera su patio trasero; la otra, al menos en el discurso, como si la soberanía nacional no se negocia ni con la Casa Blanca.

En el fondo, el desplante de Trump revela algo más que su mala educación: es el reflejo de un imperio que, en su declive, necesita recordarse a sí mismo que todavía manda. Lo triste, para ellos, es que cada vez necesitan gritarlo más fuerte para que alguien lo crea.

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