
Como sus patrocinadores, exigen transparencia desde la penumbra. Piden reconocimiento sin dar la cara
No hay espectáculo más tragicómico en la historia reciente de la Universidad Autónoma del Estado de México que ver a los asambleístas —esos autoproclamados defensores del pueblo universitario— negociando hoy con las autoridades sin quitarse la capucha con la que mantuvieron paralizada la vida académica durante meses. La imagen es tan elocuente que no necesita metáfora: el diálogo entre la rectoría y un comité encapuchado parece extraído de una parodia de La Casa de Papel dirigida por un burócrata de la Secretaría de Educación.

Porque la Asamblea, así con mayúscula, se asume juez, jurado y verdugo del pensamiento universitario. Nadie sabe quiénes la integran realmente, pero hablan en nombre de todos. Exigen con solemnidad lo que a juicio de “la Asamblea” es justo, verdadero o revolucionario. Y si alguien osa disentir, no es que piense distinto: simplemente “no entiende al pueblo”. Guillermo Sheridan lo definió con precisión quirúrgica en su artículo de hoy en El Universal al hablar de la UNAM: una universidad no es un gobierno que decreta leyes, sino una inevitable meritocracia. Lo mismo aplica en Toluca.

Pero aquí, en la UAEMéx, el delirio asambleísta ha alcanzado niveles de realismo mágico. La universidad que debía formar a los mejores se convirtió en el parque temático de la indignación perpetua y, encima, anónima. Se demanda democratizar lo que por naturaleza debe ser meritocrático. Se exige voz y voto de todos para todo: desde la designación del rector hasta la redacción del temario curricular. Como si la excelencia académica fuera un derecho de nacimiento y no el resultado del esfuerzo.

Y lo peor: ahora esos mismos grupos que “tomaron” los espacios universitarios —convencidos de que apoderarse de un edificio equivalía a apropiarse de su espíritu— se sientan a negociar con las autoridades, pero sin mostrar el rostro. La capucha, símbolo del anonimato y del miedo, se volvió también su única credencial política. Exigen transparencia desde la penumbra. Piden reconocimiento sin dar la cara.

El resultado de esa farsa es previsible: una universidad cada vez más dócil ante la consigna y menos exigente con el conocimiento. Los verdaderos estudiantes —los que aún creen que la educación sirve para algo más que para marchar— se ven arrinconados entre la parálisis y la farsa. Mientras tanto, la autoridad universitaria, siempre temerosa de parecer autoritaria, se sienta a “escuchar” a quienes la chantajean con el cierre de planteles, los bloqueos o el linchamiento digital.

No se trata de negar las causas legítimas de la inconformidad —que las hay—, sino de desenmascarar la impostura de quienes convirtieron la rebeldía en un oficio. El conocimiento no se decreta, se adquiere con honradez intelectual y disciplina. Y las universidades, si pretenden sobrevivir a esta ola de populismo académico, deben recordarlo.

La UAEMéx no necesita más asambleas anónimas, sino rostros visibles, nombres propios, méritos comprobables. Porque una universidad dirigida “a juicio de la Asamblea” es una universidad sin juicio. Y la educación sin juicio no libera: solo fabrica más encapuchados convencidos de ser el pueblo, cuando en realidad son su caricatura.





