jueves, noviembre 6

¿Quién manda realmente en Michoacán? LA VERSIÓN NO OFICIAL. Por Jesús López Segura

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Nadie de los que se reparten el botín hubiera tocado a Manzo sin la autorización del Jefe de Jefes

Raymundo Riva Palacio, en su columna más reciente, traza un mapa lúcido —aunque incompleto— de la criminalidad en Michoacán. Describe con detalle la red de cárteles, ex autodefensas y autoridades corruptas que se reparten el estado como si fuera un pastel en la película de El Padrino II. Pero, fiel a su estilo agresivo aunque prudente, se detiene justo antes de dar el paso decisivo: nombrar al verdadero jefe de todos ellos. Porque detrás de los Cárteles Unidos, de Los Viagras, de los residuos del CJNG o de las milicias disfrazadas de “pueblos organizados”, hay una sola mano que mece la cuna, una voz que les permitió, desde la cúpula del poder, repartirse el jugoso botín en Michoacán.

Sin su autorización, nadie hubiera tocado a Carlos Manzo. Y sin su venia, los guardias de seguridad de Claudia Sheinbaum no la habrían convencido —como ella misma relató— de salir a pie desde Palacio Nacional hacia la SEP “para ahorrarse unos minutos”. En el México actual, “nada relevante ocurre sin que el presidente lo sepa o lo tolere”, solía decir el mentor de doña Claudia.

El mandatario que presumió haber pacificado a México “con abrazos y no balazos” terminó consolidando una nueva arquitectura del crimen, más funcional, más política y mucho más rentable, como lo demuestra el negociazo del huachicol fiscal. La violencia en Michoacán no es un efecto colateral de su estrategia “humanista”, sino el corazón mismo de su modelo de poder. Los grupos criminales operan como fuerzas territoriales de control social y electoral: levantan, extorsionan, intimidan, pero también reparten programas, pintan bardas y juran lealtad al jefe de jefes, que no por nada podía pasearse por todo el país —incluso varias veces en Badiraguato, la capital internacional del narco— sin la custodia del Estado Mayor Presidencial.

Riva Palacio sugiere que aún es temprano para saber quién heredará el legado y las huestes de Carlos Manzo. Pero el desenlace es evidente para cualquiera que no dependa de las “fuentes de inteligencia” del régimen: será su viuda, Grecia Quiroz. No sólo por la lógica sentimental o comunitaria que la respalda, sino porque así lo dictan los equilibrios del poder criminal que el Estado mexicano protege. En Michoacán no se mueve una hoja sin el visto bueno del expresidente y sus operadores políticos, encabezados por el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, cuyos nexos con Los Viagras son ya inocultables.

Riva Palacio advierte sobre el “riesgo” de legalizar los grupos de autodefensa, como si el peligro proviniera de su institucionalización, cuando la historia enseña otra cosa: fue el propio Estado, bajo Peña Nieto, quien los pervirtió y destruyó cuando Alfredo Castillo —aquel virrey de trágica memoria— decidió perseguir a Hipólito Mora (más adelante AMLO lo eliminaría) y cooptar a sus compañeros. No fue la legalización el problema, sino la traición desde el poder. El Estado mexicano (y por lo visto también Raymundo Riva Palacio) siempre le ha temido a los hombres y mujeres que deciden defenderse sin pedir permiso.

López Obrador aprendió de esa experiencia. Entendió que no había que destruir a las autodefensas, sino absorberlas. Las transformó en “Servidores de la Nación”, en “comités de defensa de la Cuarta Transformación”, en guardias de un orden moral que mezcla clientelismo con impunidad. En Michoacán, muchos de aquellos líderes comunitarios que antes empuñaban un rifle para proteger a su pueblo hoy portan una credencial de Morena y un sobre con efectivo de los programas sociales. La lealtad ya no se compra con armas, sino con becas y pensiones.

Por eso el diagnóstico de Riva Palacio resulta ingenuo. No se trata de decidir si deben o no legalizarse las autodefensas: eso es mirar el síntoma, no la enfermedad. Lo que debe desmontarse es la estructura de complicidad entre gobierno, crimen y política que hace de Michoacán un laboratorio del autoritarismo criminal. López Obrador no ha combatido a los cárteles. Al abrazarlos, los domesticó. Les dio legitimidad y espacio a cambio de control político. Por eso el Cabecita de Algodón está tan molesto con Claudia Sheinbaum: porque ella no termina de entender que estás con él al cien por ciento, o estás en su contra.

Y mientras los analistas se entretienen clasificando bandas y facciones, el país entero se desliza hacia una nueva forma de Estado: uno donde el crimen organizado ya no desafía al poder, sino que lo representa. El Estado no manda sobre los delincuentes; gobierna con ellos. Su “paz” no es ausencia de guerra, sino reparto de botines.

Carlos Manzo fue una víctima más de esa ecuación infernal: un líder que creyó poder combatir a los criminales sin entender que ellos ya tienen partido. Su muerte no fue un mensaje entre cárteles, sino un recordatorio brutal de quién tiene el monopolio del poder —y del miedo— en México, como una advertencia a la presidenta Sheinbaum para que asimile, de una vez por todas, que no se toleran las medias tintas. Que no se puede exhibir a los hijos del Señor de Palenque o al “hermano” jefe de La Barredora, sin consecuencias.

Michoacán es el espejo del país. Y en ese espejo se refleja el rostro del verdadero jefe de jefes.

Todos los actores políticos relevantes de Michoacán —el gobernador Bedolla, Leonel Godoy y el propio Lázaro Cárdenas Batel— veían con recelo el crecimiento electoral de Manzo, porque todos ellos tenían sus propios prospectos para la sucesión gubernamental.

En ese orden, según Riva Palacio: Gladys Butanda, secretaria de Desarrollo Urbano impulsada por Bedolla como candidata de la continuidad; Raúl Morón, senador de Morena, respaldado por el exgobernador Godoy; y Gabriela Molina, secretaria de Educación, promovida por el jefe de la Oficina de la Presidencia, Lázaro Cárdenas Batel. Los dos primeros habían tenido roces furiosos con el mártir de Uruapan, quien le mentaba la madre a Bedolla y lo retaba a golpes públicamente, lo que convierte al gobernador en el principal sospechoso del asesinato, por mucho que se les trabe la lengua para mencionarlo a los comentócratas más radicales.

Ninguno de esos políticos interesados en imponer a sus gallos y gallinas —algunos de ellos relacionados hasta el cuello con grupos criminales— derramó una lágrima por la muerte trágica de Manzo, quien —según la encuesta citada por Riva Palacio— encabezaba las preferencias con el 44% de aceptación, contra 24% del alcalde panista de Morelia (que Riva Palacio califica erróneamente de priista), Alfonso Martínez, y 19% del senador Morón. Ni Butanda ni Molina figuraban siquiera en esa medición.

Manzo era, en otras palabras, el obstáculo. Y ninguno de los grupos criminales que se reparten el botín de los limones y aguacates hubiera atentado contra su vida sin la autorización previa e inequívoca del jefe de jefes.

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