miércoles, noviembre 19

Blindar Michoacán, pero solo para inhibir un levantamiento popular. AL GRANO. Por Jesús López S.

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Plan Paricutín: Un despliegue monumental para simular autoridad sin tocar a los intocables

El gobierno federal presentó con gran pompa el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, un paquete de doce ejes y miles de uniformados que, más que un golpe al crimen organizado, parece una coreografía militar para evitar el estallido social en una entidad al borde del colapso.

Con el rimbombante nombre de “Plan de Operaciones Paricutín”, se anuncia el envío de más de 12 mil efectivos del Ejército, la Guardia Nacional y la Marina, con el propósito —según el general Ricardo Trevilla— de “sellar el estado para que los delincuentes no entren ni salgan”. La frase suena heroica, pero oculta lo esencial: los criminales no necesitan entrar ni salir; ya están adentro, perfectamente identificados, conviviendo con sus aliados políticos, entre los que destaca el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla.

El hecho de que el general Trevilla mandara 14 elementos militares a custodiar “la periferia” del alcalde asesinado Carlos Manzo, y ahora “se raye” con 12 mil elementos, aunado a otro hecho deleznable como que Bedolla aparezca al lado de Claudia Sheinbaum para desplegar el costoso escenario de esta nueva simulación, equivale a poner a Jack el Destripador al lado de sus víctimas y presentarlo como su salvador.

No hay una sola palabra sobre la captura de los jefes de los cárteles que dominan el territorio —Los Viagras, el Cártel Jalisco Nueva Generación, Los Cárteles Unidos— ni sobre las redes de protección que desde el poder político y económico los mantienen intocados. En primer lugar, el propio gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, cuyo nombre flota en todas las conversaciones sobre las complicidades que han permitido el asesinato de líderes sociales como Carlos Manzo.

La narrativa oficial se concentra en números y promesas:

10 mil 506 elementos del Ejército y la Guardia Nacional, más mil 781 marinos desplegados en los puertos de Lázaro Cárdenas, Aquila y Coahuayana.

277 policías federales con 70 patrullas.

57 mil millones de pesos para el paquete completo de desarrollo, infraestructura y programas sociales.

En los hechos, un operativo de contención más que de justicia, una muralla simbólica que busca impedir no el paso de los cárteles —que gobiernan desde dentro—, sino la ira ciudadana ante un Estado ausente.

El secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, prometió visitar Uruapan, epicentro del terror, a petición de Grecia Quiroz, viuda del alcalde asesinado. Pero ese gesto de condolencia difícilmente sustituye la acción que de verdad se necesita: detener a los autores intelectuales y a quienes los encubren desde los palacios de gobierno.

Mientras tanto, el plan se adorna con becas y promesas de bienestar: la “Gertrudis Bocanegra” para estudiantes, nuevos polos de desarrollo, programas de electrificación y Sembrando Vida. Todo útil, todo plausible, pero irrelevante en una tierra donde ni el Estado ni la justicia tienen territorio propio.

El Plan Paricutín, bautizado con el nombre de un volcán que brotó de la nada, emula su símbolo sin quererlo: una erupción aparatosa que cubre pueblos enteros bajo la ceniza del discurso oficial, sin alterar en lo más mínimo la estructura de poder que alimenta la violencia.

En Michoacán, como siempre, los soldados van a cuidar el paisaje haciendo acto de presencia, pero sin detener a los criminales, como si el efecto de demostración bastara; van a cuidar no al pueblo sino a sus aliados verdaderos. ¿Alguien todavía lo duda?

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