lunes, octubre 14

AMLO insinúa que desaparecerá Ejército y Marina para “reconvertirlos” en policías: Por Jesús López Segura / La Versión no Oficial

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Con la ingenuidad de Madero, hace planteamientos que pueden irritar a los militares

El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, planea que el Ejército y la Marina se transformen (“reconvertir” es la expresión aplicada) para enfocarlos en la seguridad interior y pública, ya que México no tiene amenaza extranjera, dijo, en cuyo caso “sería el propio pueblo el que saliera a defender a la Patria, como siempre ha sucedido”.

“Vamos a utilizar de otra forma al Ejército y la Marina. ¿Qué quiero decir?, que empecemos a reconvertir estas instituciones y que en vez de defensa nacional sean para la defensa interior y la seguridad pública. No tenemos amenaza de ninguna potencia extranjera y en el caso de que sucediera, que no lo queremos ni lo deseamos, defenderemos a nuestra patria todos los mexicanos, como siempre ha sido”, expresó.

En buen español esto significa simple y llanamente desaparecer al Ejército y la Marina Armada de México para convertirlas en una nueva institución policial, bajo el mando único del Ejecutivo, con el fin exclusivo de avocarse a las tareas de seguridad interior.

Calderón usó al Ejército y la Marina Armada de México en tareas de seguridad pública, alegando que las policías existentes eran incapaces de hacer frente a la ola de criminalidad que él mismo desató al declarar, unilateralmente y de un día para otro, sin consultar a nadie, su famosa guerra contra el narco.

Esta guerra costó a la patria durante el calderonato unas 130 mil muertes violentas, decenas de miles de desaparecidos y cientos de miles de desplazados, así como incontables atrocidades como la violación masiva de derechos humanos y la diversificación de las actividades criminales hacia el secuestro, la desaparición forzada y la extorsión, así como el robo violento y masivo de autos, de comercios, casas habitación, en la calle y en el transporte público. El saldo fue dantesco.

Calderón acusó en múltiples ocasiones -para justificar la tragedia que había provocado- a sus antecesores del PRI y a Vicente Fox de haber sido complacientes con los criminales. De “haber pactado” con los narcotraficantes para hacerse de la vista gorda, a cambio de fuertes cantidades de dinero sucio.

Con la llegada de Peña, empeoraron las cosas. Fue incapaz de entender que los saldos de la guerra calderoniana eran monstruosamente iatrogénicos, es decir, que provocaron peores males que los que pretendían combatir. O quizá entendió muy claramente que el clima de terror que esa guerra disfuncional provocaba entre la población, era perfectamente funcional para su proyecto de imponer una serie de reformas antipopulares (él dijo “estructurales”) y un estilo de corrupción nunca antes visto en el país, con cuantiosos saqueos de la riqueza de la nación sólo equiparables a los que se dieron durante la etapa colonial.

El peñato obliga a actualizar el famoso dicho de Carlos Hank González en los siguientes términos: “Un político con menos de mil millones de dólares en su cuenta, es un pobre político”.

Es impensable la existencia de los Duarte en Veracruz y Chihuahua, entre otros bandidos y asesinos a gran escala, sin un clima de terror que ate de manos a la población de esas entidades para protestar con la furia adecuada al tamaño de los latrocinios de esos personajes. Cuando la vida de tu familia y de ti mismo está amenazada por secuestradores, extorsionadores y asesinos protegidos por la policía, lo de menos es que el gobernador en turno sea un ladrón de tal magnitud que acabe con las finanzas públicas de tu estado. Tienes otro tipo de preocupaciones vitales, como la preservación de la integridad física de tu familia.

El objetivo delineado por López Obrador en su discurso de ayer ante empresarios de Nuevo León parece ser el de ya no usar a los militares en tareas policiales, como Peña y Calderón, sino de plano cambiarles el uniforme, lo cual no será tan fácil, porque la resistencia castrense a renunciar a sus fastuosos privilegios explica el porqué de su existencia misma, a pesar de su evidente inutilidad, a la que alude López Obrador con una ingenuidad preocupante, a saber, que la defensa ante un improbable ataque extranjero la afrontaría de cualquier forma el pueblo de México.

Pero más difícil que cambiarles el uniforme a los soldados será cambiarles la mentalidad, forjada en años de una disciplina rígida que los convierte en el mejor de los casos en “buenos soldados”, capaces de matar y arriesgar la vida sin pensarlo, sin reflexionar, acatando inmediatamente órdenes de su mando superior. Cualidades muy valiosas para la defensa de la patria ante una invasión extranjera, a no dudarlo. Pero un “buen soldado” es potencialmente, por ello mismo, un pésimo policía. Sus cualidades como soldado se contraponen a las de un buen policía, es decir, las de un incansable defensor de los derechos humanos de los detenidos. Un hombre o mujer inteligente y preparado no sólo en materia de armas, sino de leyes.

Costa Rica, sin duda el país más civilizado de América Latina, carece de Ejército. Desde hace 70 años han podido vivir sin militares. Parecen haber comprendido que era mucho más productivo invertir en otras prioridades en beneficio de la población.

“No quiero un ejército de soldados, sino de educadores”, dijo el primero de diciembre de 1948 el presidente de Costa Rica en aquel entonces, José Figueres Ferrer, quien abolió el ejército en el Cuartel Bellavista -actual Museo Nacional de Costa Rica- convirtiendo al país centroamericano en uno de los primeros del mundo en suprimir sus fuerzas armadas.

Cuando Figueres llegó al poder, tras la guerra que él encabezó por haber sufrido un fraude electoral, suprimió el ejército, simbolizando así la voluntad política de crear una sociedad civilista, sin militares, para así invertir todo lo que iba a ser dedicado a reconstruir unas milicias destruidas, en la educación, investigación, salud y cultura de Costa Rica. La decisión causó un gran impacto y posicionó al país en el contexto internacional, al tratarse de la primera nación americana en poner fin a sus fuerzas armadas. Instauró una junta de gobierno que convocó a elecciones democráticas 8 meses después, fundando la Segunda República de Costa Rica.

Las similitudes no parecen accidentales. La oposición de derecha en Costa Rica ha estado representada desde entonces por los “calderonistas” y justo cada primero de diciembre -cuando tomará posesión Andrés Manuel López Obrador en México-, la nación costarricense celebra el Día de la Abolición del Ejército. ¿Coincidencias?

Pero Figueres no llegó al poder mediante una revolución pacífica, institucional, como López Obrador. Se levantó en armas y con un saldo de unos 2 mil muertos (en México llevamos más de cien veces esa cifra por la guerra contra el narco que Calderón usó como pretexto para involucrar a los militares en tareas de seguridad pública) contaba con el control absoluto de la fuerza del Estado para tomar una decisión tan radical como la de abolir las fuerzas armadas.

López Obrador se siente tan seguro del respaldo popular que lo llevó al poder, como para desafiar en esa forma, imprudente desde mi punto de vista, a los militares. Piensa incluso que no requiere de fuerzas profesionales como la del Estado Mayor Presidencial para su seguridad personal. Pero no ha pensado en ceder el poder policial al pueblo que él mismo reconoce defendería a la Patria en caso de una invasión extranjera. Ese pueblo que ha tratado de autodefenderse ante ya no digamos la ineficiencia del Estado, sino en muchos casos su descarada complicidad con los criminales. El pueblo traicionado por el Virrey Castillo en Michoacán.

Pareciera que López Obrador se identifica demasiado con la ingenuidad de Francisco I. Madero, el mártir de la democracia mexicana. Debería asumir a plenitud, sin regateos ni mezquindades de algunos de sus asesores, la madurez del pueblo mexicano que votó masivamente por el cambio. Ello implica abandonar el nefasto paradigma del prohibicionismo en materia de consumo y tráfico de drogas, modelo inventado e impuesto en todo el continente por Richard Nixon, para poder violar los derechos humanos de los jóvenes que protestaban contra la guerra de Vietnam.

Asumir la madurez de un pueblo significa dejar de prohibirle que consuma lo que desee, limitándose a proteger a los menores de edad. La prohibición ha desatado una violencia incontenible, como en el caso del alcohol a principios del siglo pasado, una ola criminal que sólo paró con la legalización.

Asumir la madurez de un pueblo es permitirle que se autodefienda, sobre todo en las condiciones de extrema inseguridad derivadas de un estado neoliberal fallido, impuesto mediante el asesinato de Colosio y varios fraudes electorales consecutivos, como una dictadura perfecta, de alternancia fingida del prianismo, durante tres décadas al hilo.

Si piensa don Andrés Manuel López Obrador desmantelar al Ejército y la Marina para redireccionar a sus miembros en tareas de seguridad pública, debería hacerlo paulatinamente. Si se comisiona poco a poco a elementos militares -destacados por su valentía y compromiso con los derechos humanos a pesar de su formación castrense- en tareas policiales, con un contundente sobresueldo y grandes prestaciones, se iría logrando el propósito de desmantelar a la institución militar, porque esos soldados difícilmente querrían regresar al acuartelamiento militar con menos sueldo y prestaciones. Esa sería una forma inteligente de proceder en ese propósito y no andar anunciando que lo que se quiere es convertirlos a todos en policías, porque además no todos van a ser aptos para esa posición.

Así podríamos hablar de una disminución paulatina de las fuerzas armadas, sin dejar en la calle a nadie, al mismo tiempo que se refuerzan corporaciones policiales y se convoca a elecciones democráticas de policías en todas las comunidades del país. En proporción directa al número de habitantes, nombrarían a sus mejores hombres y mujeres como policías comunitarios, perfectamente armados y pertrechados, muy bien pagados y sujetos al revocamiento del puesto en caso de que la propia comunidad que los eligió detectara actos de corrupción.

¿Quién mejor para defender a su familia, a su comunidad, a sus amigos, que un ciudadano o ciudadana que vive ahí y todo el mundo conoce y respeta? Eso se llama democratización de la policía y es una forma de armar al pueblo contra los criminales, sin necesidad de andar dándoles ideas a los militares.

Los grupos de autodefensa funcionaron tan bien en Michoacán, comandados por personajes como el Dr. Mireles e Hipólito Mora, que ya tenían acorralado a La Tuta cuando Peña envió a su emisario, el Virrey Castillo, a contenerlos, primero, y luego a traicionarlos.

Paralelamente, legalizar el consumo y tráfico de drogas, despojaría a los traficantes de la inmensa fortuna que les permite dominar a nuestra nación, comprar voluntades y corromper e imponer ahora hasta a candidatos.

Por lo demás, es más viable capacitar a un ciudadano honrado, conocido por sus vecinos como valiente e incorruptible, en tareas de seguridad pública, que transformar a un soldado, experto en manejo de armas y en las artes de la guerra, en implacable defensor de los derechos humanos. ¿No cree usted?

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