viernes, agosto 15

Delfina Gómez y el precio de sentir. LA VERSIÓN NO OFICIAL. Por Jesús López Segura

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Derrama lágrimas la gobernadora mexiquense por las tragedias de Fernandito y Dulce

En un país donde todavía muchos confunden autoridad con frialdad y gobierno con puño de hierro, la imagen de la gobernadora Delfina Gómez rompiendo en llanto por la muerte de dos menores, Fernandito y Dulce, resulta casi una herejía política. En Chalco, mientras inauguraba un centro de atención para mujeres, no pudo contener la voz quebrada al preguntarse qué faltó para llegar a tiempo y salvarles la vida. No hablaba la mandataria: hablaba la mujer que entiende que el poder sirve de poco cuando llega tarde.

La tragedia de Fernandito es doblemente imperdonable: el niño, de apenas cinco años, fue secuestrado como garantía de una miserable deuda de mil pesos y hallado muerto días después en La Paz. En paralelo, Dulce, de 12 años, fue asesinada en su casa, presuntamente por un entorno marcado por el narcomenudeo.

Lejos de esconderse en el lenguaje burocrático, Delfina acudió a los funerales, dio instrucciones a la Fiscalía mexiquense, coordinó acciones con fuerzas federales y mantuvo contacto directo con Claudia Sheinbaum. No fue un simple gesto protocolario, sino la presencia física de una autoridad que se pone a disposición de las familias en su momento más oscuro.

Por supuesto, los carroñeros de la información no tardarán en aprovechar la tragedia para reforzar esa idea de que “quien gobierna debe ser un hombre duro”, incapaz de mostrar debilidad. Cuestionarán las lágrimas y el temblor de voz como si fueran prueba de ineficacia, cuando en realidad son la evidencia de algo más escaso: humanidad.

La indignación de Delfina se mezcla con la rabia de una familia que denuncia negligencia criminal: omisiones del DIF, de la policía municipal y del Ministerio Público, amenazas de la Policía de Género para que la madre desistiera del caso, trabas para designar abogados, y la ausencia de medidas de protección pese a las amenazas. Los tiempos y decisiones de las autoridades pintan un cuadro incómodo que ni el luto logra tapar.

Si algo deja claro esta historia es que no basta con sentir, pero sentir sigue siendo un punto de partida imprescindible. Gobernar sin empatía es administrar cadáveres. Y si hay algo que esta tragedia prueba es que, entre la dureza impostada y la sensibilidad genuina, la segunda es la única que todavía puede salvar vidas… siempre que llegue a tiempo.

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