jueves, marzo 28

¿La restauración de la Dictadura Perfecta? LA VERSIÓN NO OFICIAL. Por Jesús López Segura

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Morena se perfila como el nuevo partidazo, pero sin las corrientes críticas internas que le dieron “alternancia” y estabilidad al país

Todo mundo se pregunta ahora, después de la paliza sufrida por el PRI el domingo, cuando el otrora partidazo perdió la mitad de las gubernaturas que le quedaban y se perfila para ceder las dos restantes el año próximo, ¿qué es lo que se está gestando en el panorama electoral mexicano?

La respuesta es simple y, como todo en política, a la vez, extremadamente compleja.

Lo que se gesta con diáfana claridad es una restauración del partido hegemónico en el país, con la posibilidad de que tal refundación derive en un bipartidismo al estilo de la democracia de mercado norteamericana, lo que resulta casi imposible por las razones que se expondrán más adelante.

La restauración más bien volvería al esquema clásico mexicano de un solo partido en el que convivan dos tendencias perfectamente definidas, una progresista y otra conservadora, con los tintes bipolares de lo que fue el PRI en los tiempos de la dictadura perfecta, es decir, desde su fundación como Partido Nacional Revolucionario, en 1929, hasta la ruptura autoritaria en 1988, cuando Miguel de la Madrid Hurtado cerró el paso a la alternancia interna y provocó la salida masiva de los progresistas -entonces reconocidos como “nacionalistas revolucionarios“- de las filas del priismo, para fundar el Frente Democrático Nacional y sus subsecuentes derivaciones, marginadas, perseguidas, asesinadas y atracadas electoralmente hasta la revolución ciudadana del 2018.

Con la ruptura de la “dictadura perfecta” -en términos de Vargas Llosa- se dio paso a la regresión reaccionaria del salinismo, que implicó el desmantelamiento de las empresas del Estado para ser adquiridas por prestanombres del Innombrable y sus cómplices, probablemente con dinero del narcotráfico; el asesinato de Colosio; la implantación de fraudes comiciales sistemáticos -tolerados por autoridades electorales presuntamente “ciudadanizadas”; y la cesión de la Presidencia de la República al panismo, como requisito impuesto por los Estados Unidos para la firma del TLC, con la intención, fallida, de imponer un bipartidismo al estilo norteamericano, entre otras muchas características que la administración actual identifica en el concepto general -equivocado por cierto- de “neoliberalismo”.

¿Por qué llamar al periodo de 59 años -que va de 1929 a 1988- dictadura perfecta?

Porque en un solo partido, hegemónico, “dictatorial”, se fraguaban “alternancias” en el poder de corrientes abiertamente contrapuestas en el discurso -pero no en los hechos, es decir, no en la praxis gubernamental- destinadas a brindar esperanza de mejoría a la población, requisito indispensable para la estabilidad política de un país dominado absolutamente por la corrupción típica de las dictaduras, en la que se normalizó el enriquecimiento extremo de la oligarquía, a costa de la miseria de la inmensa mayoría de la población, mediante tres estrategias fundamentales:

1.- La hiperexplotación del trabajo en todas las áreas económicas del país, en el campo y en las ciudades, con la consecuente protección gubernamental al charrismo sindical y la devolución de impuestos a los oligarcas, llegando al extremo de fraguar descaradas traiciones a la patria como lo fue el Fobaproa.

2.- La corrupción a gran escala que permitió -y todavía protege- el enriquecimiento bárbaro de la burocracia dorada, aliada con empresarios corruptos, mediante el tráfico de influencias.

3.- El control de la violencia mediante el acuerdo con ciertos cárteles del narcotráfico aliados, con el compromiso de entregar parte sustancial de las ganancias a los operadores gubernamentales (presumiblemente el hermano incómodo Raúl, en el caso del Innombrable, por ejemplo), a cambio de que el Estado garantizara la captura de los narcos rivales, con el doble propósito de simular “el combate al narcotráfico” ante la población, al mismo tiempo que se facilitaba la operación del o los cárteles aliados para que no hubiera la violencia desatada finalmente por el mojigato Felipe Calderón, que decidió romper con esa inteligente, aunque ilegal estrategia.

Así, después del gobierno genocida de Díaz Ordaz, por ejemplo, se postula a un demagogo profesional que promete una “apertura democrática” a nivel meramente discursivo -pero futuro autor del halconazo, en la práctica- que permitió calmar los ánimos encendidos de la población en general por la matanza del 2 de octubre, y no solo de los jóvenes estudiantes, hasta tal punto convincente que incluso intelectuales orgánicos de la época, con Carlos Fuentes a la cabeza, llegaron a declarar que “era deber histórico de los intelectuales apoyar al presidente Luis Echeverría“, postura ampliamente respaldada por los medios de comunicación hegemónicos que, así, agradecían las concesiones televisivas y radiofónicas que les permitieron, también, enriquecerse hasta la ignominia, a costa de deteriorar gravemente el rico legado cultural del pueblo de México.

En nuestro país no puede haber un bipartidismo a la usanza yanqui porque venimos de 3 siglos de dominación colonial, periodo en el que se fraguó el hábito de tratar como esclavos a los trabajadores -del campo y la ciudad- para que los amos se dieran la gran vida, lo que se percibe aún como lo más natural del mundo. En Estados Unidos eso es imposible que suceda, por lo que ahí las posturas políticas progresistas pueden luchar electoralmente en forma abierta contra las conservadoras (demócratas y republicanos).

Por eso al pueblo norteamericano se le permite armarse para defender su vida, la de sus familias y sus bienes y propiedades, lo que se prohíbe a los mexicanos dejándolos a merced de los más sanguinarios grupos criminales.

Aquí las posturas políticas abiertamente polarizadas no podrán abrir sus cartas jamás, a menos que se pongan de acuerdo, precisamente, para desterrar a los corruptos de uno y otro bando, mediante la liquidación real -no solo discursiva- de la impunidad que impera, todavía, en el país.

Con todo respeto, López Obrador es un demagogo muy hábil que ha abierto grandes esperanzas en el pueblo mexicano, simulando un combate a la corrupción que se da solamente a nivel discursivo, con un fiscal al que protege aun cuando ha quedado evidenciado como un corrupto que usa la institución para dirimir exclusivamente sus asuntos personalísimos, al tiempo que protege -como lo haría López Portillo con el peso, es decir, como perro-, a sus antiguos jefes de la mafia del poder.

Al impedir que prospere una corriente crítica al interior de Morena -encabezada por el portentoso Porfirio Muñoz Ledo, por ejemplo, entre otros posibles leales a la verdad más que a la adoración fanática del líder- el Presidente está impulsando la creación de una dictadura imperfecta, apuntalada por los militares, que no admite la crítica, que permite el asesinato masivo de periodistas, mientras trata de acallarlos con una ridícula pensión de 2 mil pesos mensuales y una dizque atención médica que ya había prometido para todos los mexicanos, “con niveles similares a los de los países nórdicos”, cuando en realidad los servicios médicos de la 4té están peor que los brindados por el seguro popular de Calderón.

Los priistas que ahora quieren derrocar al cínico líder que los ha llevado al peor desastre electoral de su nonagenaria historia, tendrían que empezar por reconocer que han protegido a corruptazos que deberían estar en la cárcel y que lo que requiere este país es una reconciliación de la política real, no corrupta, en la que se permita pensar diferente y proponer con sinceridad a la población los proyectos contrapuestos para que ella elija democráticamente.

Darle una verdadera dimensión ética a la política, en la praxis gubernamental, y no solo a nivel meramente retórico, como planteaba Miguel de la Madrid con su “Renovación moral de la sociedad“, al mismo tiempo que liquidaba la alternancia democrática interna de su partido para imponer una dictadura imperfecta y corrupta de más de 3 décadas de saqueo, destrucción ambiental y genocidio.

López Obrador está entrampando al pueblo de México -con adicionales y ambiciosas pretensiones internacionalistas- en una gama de disyuntivas absolutamente falsas. La primera es atribuir la corrupción, con carácter de exclusividad, a sus adversarios políticos, a los que engloba en el concepto genérico de “conservadores”.

La disyuntiva, repetida hasta el cansancio en sus mañaneras para sembrarla en la mente de sus fanáticos seguidores, consiste en plantear que si votan por cualquier opción diferente a Morena -aunque el abanderado de este partido sea un distinguido ex panista reconocido como corrupto- estarían votando por la corrupción. De ahí el éxito electoral impresionante del obradorismo.

Esa falsa disyuntiva supone, además, que el hecho de afiliarse a Morena -independientemente de los antecedentes- funciona como un mecanismo automático de purificación, lo cual resulta para cualquier analista de medio pelo y hasta para un niño de secundaria, no solamente falso, sino hasta ridículo.

Otra de las muchas disyuntivas equívocas del obradorismo es su convencimiento irrefutable de que los maleantes más desalmados pueden, también, ser purificados mágicamente por el perdón cristiano de los abrazos. La disyuntiva de detener con el uso necesario de la fuerza a los más sanguinarios criminales, mientras se fragua la estrategia a largo plazo de eliminar las causas de la violencia, no es contemplada por un obradorismo mesiánico que pone a temblar los fundamentos de la psicología y a los criminalistas expertos de todo el mundo.

Y así iré desmenuzando cada una de las mentiras que un hombre aparentemente bien intencionado como AMLO, plantea como estrategia electoral, más que de gobierno. Como doctrina incansable de un predicador y no como presidente que juró cumplir y hacer cumplir la Constitución. Como estratega político más que como mandatario preocupado por hacer valer el voto mayoritario que lo llevó al poder para cambiar la lacerante situación que vivimos los mexicanos.

En resumidas cuentas, a mi modesto entender, una auténtica “revolución de las conciencias” debería pasar necesariamente por la aceptación explícita y sinceramente arrepentida de los prianperredistas decentes -que los hay, desde luego- de que muchos de sus correligionarios fueron y son ahora todavía cómplices de atrocidades indecibles contra el pueblo de México. Esos villanos disfrazados de políticos deben ir a la cárcel.

Pero esa “revolución de las conciencias” pasa también por admitir en el seno del obradorismo la crítica interna, porque la soberbia de un líder promotor incansable del pensamiento único es, peligrosamente, dictatorial. ¿No cree usted?

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