viernes, julio 26

Anaya, el “Plan B” de la Contrarrevolución Mexicana: Por Jesús López Segura / La Versión no Oficial

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Don Enrique Peña debería ir poniendo sus barbas a remojar

 

Mucho se habla por estos días de febril campaña política de la brutal violencia que ha sentado sus reales en México desde que Felipe Calderón tomó la trágica decisión de llevar al extremo las recetas del prohibicionismo en materia de drogas, al grado de sacar a los soldados de sus cuarteles dizque para “enfrentar” a los narcotraficantes, pero en realidad para intimidar a un pueblo indignado por el presunto fraude, política equivocada que ha provocado muchos más daños que los que pretendía resolver.

Ése fue el golpe mediático que usó Calderón para legitimarse ante la ola de cuestionamientos que lo abrumaban al inicio de su fallida administración. Carlos Salinas, cuestionado por las mismas causas -debido a la sospechosa “caída del sistema” y la posterior quema de las boletas electorales, avalada por el PAN-, usó otro golpe espectacular para legitimarse: encarceló al poderoso líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, “La Quina” y despojó a Carlos Jonguitud Barrios del liderazgo vitalicio del magisterio, para imponer a Elba Esther Gordillo en ese puesto. Preparaba así el terreno para la ola de contrarreformas y regresiones presentadas como “avances” que caracterizaron su mal habido sexenio.

Enrique Peña Nieto, otro mandatario cuestionado por las serias dudas sobre la pulcritud del proceso electoral que lo llevó al poder, también dio su manotazo de entrada para apaciguar los ánimos: encarceló a Elba Esther y promovió una “Reforma Educativa” enfilada a eliminar de la nómina magisterial a los miles de porros que Elba comandó para operaciones de fraude electoral, al servicio del PRI originalmente, pero luego de Fox, Calderón y de ella misma con la creación de su partido “Nueva Alianza“.

Cada vez que el grupo neoliberal -en el poder desde el gobierno de Miguel de la Madrid– ha impuesto a un sucesor presidencial “haiga sido como haiga sido”, ha tenido que inventar una estrategia de entrada triunfal que apacigüe la indignación por lo que se percibe como un cada vez más descarado fraude electoral, independientemente de que en realidad lo haya sido. El nuevo presidente debe ganar consensos si quiere transitar su mandato con un mínimo de gobernabilidad.

Las estrategias que la nomenklatura neoliberal ha impuesto a raja tabla en México desde que De la Madrid acató sumisamente las recomendaciones de los organismos financieros internacionales, pasaban por cerrarle el paso al ala progresista del PRI, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, terminando así con la alternancia interna típica de la “dictadura perfecta” entre las dos corrientes fundamentales al interior del partido hegemónico.

El control que la nomenklatura neoliberal ha impuesto en el país desde principios de la década de los 80 constituye una autentica dictadura, disfrazada de “alternancia” prianista, primero, y ahora prianperredista, y pasa por el fraude del 88 contra el Frente Democrático Nacional, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y los fraudes consecutivos del 2006 y 2012 contra López Obrador.

Sólo Vicente Fox ganó la elección sin cuestionamientos de fraude y no se vio en la necesidad de imponer un golpe mediático que le diera legitimidad, como fueron los casos de Salinas, Calderón y Peña. Zedillo arribó a Los Pinos después del trauma nacional del asesinato de Colosio y no tuvo necesidad de legitimarse con medidas espectaculares, a lo sumo estableció su famosa “sana distancia” respecto del PRI, seguramente asqueado por lo que supo sobre el asesinato del sonorense y abrió la puerta para una “transición democrática” que calmó relativamente a una sociedad pasmada por el magnicidio.

La violencia que azota a nuestra sociedad no es accidental, forma parte esencial del régimen que la tolera y que incluso la fomenta.

El neoliberalismo constituye una doctrina económica que postula el libre mercado, la especulación financiera, el sacrificio salarial masivo y todo cuanto favorezca el enriquecimiento ilimitado del gran capital, en perjuicio de las masas poblacionales cada vez más depauperadas. El neoliberalismo salvaje ha prosperado en todo el mundo a través de la desregulación gubernamental en materia de especulación financiera, desatando quiebras de países enteros como ocurrió en la crisis del 2008 con Finlandia.

Pero en el caso específico de México, la corriente neoliberal se ha asociado con una desenfrenada corrupción para ir desmantelando uno a uno los logros de la Revolución Mexicana. En nuestro país, las discusiones académicas sobre el papel del Estado en la Economía, pasan a segundo término y se convierten en serias preocupaciones sobre si la violencia criminal forma parte de la estrategia gubernamental para mantener a raya a un pueblo no solamente robado a gran escala por delincuentes comunes y de cuello blanco, sino por la propia burocracia depredadora y corrupta. No sólo masacrado cotidianamente por sicarios del crimen organizado, sino también por fuerzas de seguridad corrompidas al extremo.

La violencia incontrolable en México forma parte estructural de la dictadura neoliberal contrarrevolucionaria que planea un nuevo atraco electoral en favor de Ricardo Anaya, ante el fracaso desastroso de su candidato original, José Antonio Meade. La pregunta es ¿qué golpe espectacular tendrá que dar El Chico Maravilla para legitimarse después del primero de julio?

Ya dijo Anaya ayer que no piensa legalizar las drogas, lo que nos hace suponer que continuará con la misma estrategia de horror de sus antecesores prianistas.

No creo que encarcelando a exgobernadores ladrones o a Emilio Lozoya por el escándalo de Odebrecht, por ejemplo, logre el impacto necesario. Así que don Enrique Peña debería poner sus barbas a remojar. ¿No cree usted?

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