jueves, noviembre 21

Reitera AMLO, sin decirlo abiertamente, que desaparecerá a las fuerzas armadas: Por Jesús López Segura / LA VERSIÓN NO OFICIAL

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Militares y policía federal se “reconvertirán”, dice, en “guardia civil pacificadora y desarmada”

https://youtu.be/uQCztdo3e-8

 

Cada vez parece más claro que el Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, no dará su brazo a torcer en la decisión de desarmar a las fuerzas armadas. Repite en cada oportunidad que se le presenta, como fue ahora el caso de la conmemoración anticipada del 50 aniversario de la matanza de Tlatelolco, que se formará una guardia civil, ¡ci-vil! para pacificar al país, usando a los miembros del Ejército, Marina y Policía Federal.

El argumento básico que justifica tan radical proyecto es que “la defensa del territorio nacional ante una eventual agresión externa, de cualquier forma estará garantizada por el pueblo de México, como siempre ha ocurrido”. Ello no deja lugar a dudas de que la intención es convertir a México en una nación más sin Ejército, como la extraordinariamente civilizada Costa Rica.

La primera pregunta que debería formularse quien tan ambicioso propósito se plantea es si los soldados y marinos están realmente capacitados para una labor de paz, cuando su formación apunta específicamente en sentido contrario, es decir, hacia la guerra.

Tal vez la decisión de pintar el uniforme verde olivo de blanco se toma con la muy pragmática convicción de que el financiamiento de un ejército de paz, constituido por ciudadanos con esa vocación específica y unívoca, costaría una fortuna. El problema es que no puedes cocinar una sopa de ajo sin ajos, un pozole sin granos de maíz, ni quizá una fuerza pacificadora con guerreros. Siguiendo con las analogías negativas, es muy probable que la intención de alfabetizar a un pueblo, no pueda llevarse a cabo exitosamente con un ejército de analfabetas.

López piensa que la gente puede clarificarse y transformar sus muy arraigados hábitos, de un día para otro, por la pura influencia “purificadora” de su jefe máximo. Que el pueblo es bueno por naturaleza y si los soldados violan derechos humanos es porque así se los exigen sus mandos y que basta con que esos mandos cambien y empiecen a mostrar una inequívoca proclividad hacia el humanismo, para que los subordinados adopten en automático esa misma vocación y empiecen a actuar en sentido contrario a como lo habían venido haciendo toda su vida.

Desgraciadamente esto no parece ser así. Hay mucha gente buena, sí. Hay que apostar a que esa gente contribuya a la superación del gravísimo problema de violencia que nos aqueja, pero no será con el puro ejemplo de la alta burocracia que la bondad se imponga ante la terrible maldad que ahora nos ahoga por todas partes.

López Obrador, beneficiario de la confianza de un pueblo maduro que votó por su viabilidad política, a pesar de la brutal campaña en su contra, no debe engañarse. La mayoría lo apoyamos, pero no todos. Hay millones de mexicanos que lo odian a muerte y que ven con muy malos ojos todas sus propuestas. Son los beneficiarios de la desigualdad social. Son quienes se preocupan más por sus ganancias estratosféricas que por el dolor inmenso que aqueja a millones de familias destrozadas por las políticas de seguridad que impuso la dictadura neoliberal durante las últimas 3 décadas, por lo menos.

El nuevo gobierno debe legalizar las drogas y acabar con el estúpido paradigma (Zedillo dixit) del “prohibicionismo”, culpable de la tragedia que vivimos los mexicanos. Debe permitir que el pueblo de México se arme ante la amenaza de un crimen organizado poderosísimo que lo masacra cotidianamente ante la indiferencia total, cuando no la complicidad descarada de los dictadores neoliberales y sus policías corruptos.

Sólo así podrá llevar a cabo sus loables y humanistas propósitos. Muchos “malos” se clarificarán con este portentoso movimiento de la cuarta transformación nacional que nos invadirá y llenará de esperanza a la inmensa mayoría. Bienvenidos. Pero muchos otros usarán su terrible poder para desprestigiar ese movimiento, deformarlo y finalmente destruirlo. La revolución pacífica tiene que ser defendida por todos los medios posibles y la única manera de detener la agresión criminal de decenas de miles de hampones armados, es que el propio pueblo los detenga.

¿De qué otro modo podría ese pueblo contener una invasión extranjera si no es con las armas?

No se vale que los beneficiarios del voto mayoritario emitido por un electorado maduro y consiente, desdeñen como “inmaduro” a ese mismo pueblo, es decir, incapaz de manejar responsablemente los instrumentos para su defensa, y lo dejen inerme ante los criminales que lo masacran a diario, tal como hicieron los dictadores neoliberales desterrados con el voto.

Si van a seguir desarmando a la gente, entonces que desarmen a todos. No hay peor desigualdad social, no hay peor división de castas y clases sociales que aquélla que permite a los adinerados ser protegidos por guardias armados al mismo tiempo que se desarma a los pobres para dejarlos inermes ante los criminales. Ya dejen de hacerle el trabajo sucio a los asesinos y ladrones desarmando a la población, o desarmen a todos. ¡A todos!

O todos armados, o todos desarmados. No se vale que los criminales anden pertrechados hasta los dientes mientras el pueblo agoniza ante su tiranía y ante la ineficacia del Estado en su deber más básico y elemental, o en el colmo de males, ante su odiosa complicidad con los criminales.

No se vale decir que el pueblo es bueno por naturaleza y, paralelamente, desconfiar de él negándole su derecho elemental de defenderse. Eso se llama hipocresía y demagogia.

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